Estoy escuchando programas atrasados de crítica de espectáculo, descargados como podcasts en mi ordenador, y oigo que hacen una necrológica de Paul Newman. Hablan de él, de su carrera, de su vida, de lo que fue, y todo me parece muy bien. Como homenaje final, reproducen un fragmento de la banda sonora de La Leyenda del Indomable en el que el personaje de Newman canta, banjo en mano, a su madre recién fallecida. Y lloro.
Al principio creo que lloro por Newman. Y en cierto modo, es así. Paul Newman es parte de mi biografía, una parte importante, casi esencial. Es el modelo del hombre que a mí me habría gustado ser. Es el modelo del héroe del siglo XX: el perdedor, cínico, destruido por un siglo de ruedas dentadas, bombas nucleares y vida vacía. Es el hombre derrotado que se levanta del barro y se alza de nuevo. Que haya muerto, significa que una parte de mi vida se ha ido.
Pero más tarde me doy cuenta de algo mucho más profundo. Lloro por Newman, por el personaje que canta a su madre muerta, por la madre muerta del personaje, por mi madre, que un día, quizá no tan lejano, morirá. Lloro por una vida sencilla, por alguien que se conformó al principio, y más tarde se complació, en lo poco que tenía. Lloro porque en el fondo, la odio. Y la odio porque, en el fondo, la amo. Y lloro porque ese odio/amor ha arrasado mi alma, y se llevará un pedazo aún mayor de ella cuando llegue el día, que el pedazo, bastante considerable en realidad, que Newman se llevó al morir.
Soy un hombre en permanente reconstrucción. Todos los días se cae un pedazo de mí. Todos los días me esfuerzo por reparar el boquete.