lunes, 20 de octubre de 2008

EL HIJO DEL TRAPERO (fragmento III)

Recuerdo muy bien los viernes por la noche. Era el sabbat. Durante el día, mi madre trabajaba más que de costumbre, ordenándolo todo, limpiando la casa, amasando y dando forma a las barras de challah dulce, rematando la mayor parte de arriba con las manos apretadas esculpidas con masa, pintando todo con un barniz brillante de huevo. Preparaba sopa de pollo con nidos de fideos arrollados y cortados a mano, puestos a secar en sábanas limpias sobre las camas. A veces había pescado, una carpa enorme que se sacudía en la bañera hasta que mi madre la cocinaba. Pertenecer a una familia de judíos ortodoxos y preparar únicamente alimentos kosher significaba un trabajo enorme para una mujer. Las reses tenían que matarse de determinada manera y era necesario quitarles toda la sangre. Tenías que tener dos juegos de platos, uno para los productos cárnicos y otro para los lácteos, sólo para uso cotidiano. Había otros dos juegos que únicamente se utilizaban en Passover, la pascua judía.

El viernes por la noche mi madre encendía las velas. recuerdo muy bien los cuatro candelabros. Dos eran bastante pequeños, pero los otros dos tenían un aspecto sólido y antiguo; habían pertenecido a la madre de mi madre y quién sabe a cuántos más antes que a ella. Luego íbamos andando hasta la sinagoga ortodoxa cercana, en Grove y Liberty. Recuerdo que observaba a los ancianos judíos de larga barba rezando y cantando antiguas canciones hebreas. Siempre tuve la sensación de que Dios debía ser un hombre realmente viejo, con una gran barba, porque todos parecían estar en íntimo contacto con él, y a mí me parecía muy distante.

El sabbat era el único día en que Ma no estaba en constante movimiento, lavando, planchando, cocinando, limpiando. Los sábados se sentaba en una mecedora con su Biblia hebrea, lo único que leía aunque no entendía las palabras. Su rostro se iluminaba con una maravillosa sonrisa de serenidad.

¿Sabes cuánto tiempo pasas rezando si eres judío ortodoxo? Todas las mañanas me ataba las filacterias -amuletos que contenían pasajes bíblicos- a la frente y al antebrazo izquierdo, y oraba de quince a veinte minutos como mínimo. Eso si lo hacía rápido. Todos los días, después de clase, me abría paso ida y vuelta a la Hebrew School a través de las pandillas: otra hora y media. Todos los viernes por la noche iba a la sinagoga para darle la bienvenida al sabbat. Volvía a la sinagoga el sábado por la mañana, donde permanecía otras tres horas. Y los domingos por la mañana, la escuela dominical. Todo ello a la espera de recibir, a los trece años, la recompensa del bar Mitzvah.

Pero lo que a veces era una faena para mí debía de ser la gloria para Ma: poder sentarse tranquilamente y rezar sin reparos, sin que pasaran los cosacos y te mataran a porrazos. Pero por mucho que gozaran de libertad religiosa en Estados Unidos, a los judíos como mi madre jamás se les habría ocurrido imponerse a otros. Eso era lo que les habían hecho a ellos en Rusia. Todavía no entiendo que se obligue a alguien a rezar en las escuelas públicas. Si esa gente es tan religiosa, ¿por qué no dicen sus oraciones en casa, por la mañana, con su familia, dejando que las escuelas enseñen lo que se supone que deben enseñar?

KIRK DOUGLAS, El Hijo del Trapero - Autobiografía. Barcelona, Ediciones B, 1988. Págs. 27-28.