lunes, 27 de octubre de 2008

HOLLYWOOD A VISTA DE KIRK...

Beverly Hills es un lugar hermoso. Cada vez que vuelvo me impresiona su verdor. Las palmeras se alzan hacia las nubes. Casas preciosas a ambos lados de la calle. Parterres perfectamente cuidados, árboles exuberantes, flores exóticas.

La más exótica y ostentosa es la del jacarandá. Mediando mayo, el jacarandá regala al mundo unas punzantes flores purpúreas en forma de campana. Dos semanas después, cuatro como máximo, los pétalos salpican aceras y calzadas como gotas de lluvia de color violeta. La flor del jacarandá es ideal para Hollywood: se ve espectacular, pero sólo dura el tiempo suficiente para tomar una instantánea.

Sigues hacia el norte y curzas Sunset; las casas son más amplias. LOs muros más altos. Las puertas más fuertes, controladas por monitores, guardianes, perros. Para proteger a los que "alcanzaron el éxito" en Hollywood. Gente de orígenes humildes, llegada de pequeñas poblaciones del sur y del este, del Bronx, del interior del estado de Nueva York. Gente que ha sido catapultada a un estilo de vida que supera sus sueños más delirantes. No hay escuela que te enseñe a arreglártelas con este tipo de éxito.

En esas casas, los ejecutivos se levantan temprano por la mañana, hacen jogging un rato, corren al estudio en el Rolls o en el Jaguar, con la esperanza de dar en el blanco, de encontrar la película mágica que dé cien millones de dólares brutos. Si tienen suerte, la encuentran. Ello les permite mantener su estilo de vida mientras luchan unos años más, antes de que los golpee la tensión... el ataque cardíaco, la embolia, el SIDA. La tasa de mortalidad de los ejecutivos de estudios es, aproximadamente, la misma que la de los subtenientes de Vietnam.

En esas casas viven bellas estrellas de cine que comienzan a perder su belleza. Tienen problemas de obesidad. Los trabajos no llegan tan rápido como los kilos. Se están volviendo inseguras, beben más. Pero nunca lo dirías viendo las buganvillas, las azaleas y gardenias que florecen bajo el brillante sol de California en el jardín delantero.

En esas casas viven actores jóvenes que jamás imaginaron que tendrían semejantes casazas, con Jacuzzi, terraplenes de césped, pista de tenis. Van a los estudios desbordantes de esperanza y adulación. Y quizá la dosis de cocaína que, creen, les dará el margen necesario para enfrentarse a la constante competencia... hasta que empiezan a fagocitarles los ingresos y las narices. Pero la casa aparece fabulosa ante los ojos de los turistas, con sus narices apretadas contra la ventanilla del autocar, tratando de vislumbrar a sus diosas olímpicos.

Y en esas casas, en medio de agitadas tensiones e inseguridades, se intenta desesperadamente alcanzar la normalidad. Los hijos nacen en un entorno muy distinto a aquel en el que se criaron sus padres. Las madres se turnan para llevar a los niños en rancheras Mercedes a las mejores escuelas. La del barrio y la Beverly Hills High no son lo bastante buenas. No. Sus hijos tienen que ir a la Thomas Dye School, donde la tía Catherine cuida a sus polluelos. Después los varones han de asistir a la carísima Harvard School y las niñas a la elegante Westlake. Sin embargo, sus padres alcanzaron el éxito yendo a escuelas públicas.

En ese entorno, los chicos no gozan de buena salud psicológica. Saciados de mimos, viendo estrellas y cochazos que van y vienen, depositando a otras estrellas y directores famosos a la hora de la cena, viven infancias desdichadas.

Los psiquiatras infantiles tienen un negocio próspero. Padres en coches lujosos someten a tratamiento a sus vástagos, para ayudarles a superar... ¿qué? ¿La tensión que sienten en el hogar entre sus padres? Muchísimas familias se rompen. Los matrimonios se separan. Los hijos se ven divididos entre dos hogares.

La hija de una personalidad de la televisión salta por la ventana. El hijo de una estrella de cine se pega un tiro. El hijo de otra se inyecta una sobredosis y muere ahogado. El hijo de un gran productor salta por la ventana. Las chicas abortan. Jóvenes de ambos sexos son arrestados por conducir borrachos. ¿Por qué? El resto del mundo tiene la impresión de que a esos chicos no les ha faltado nada.


KIRK DOUGLAS, El Hijo del Trapero - Autobiografía. Barcelona, Ediciones B, 1988. Págs. 369-370.