lunes, 20 de octubre de 2008

EL HIJO DEL TRAPERO (fragmento VI)

- Es indudable que no tienes fibra de universitario -me dijo la profesora de francés.

Sus palabras me hicieron sentir fatal. Quizá le molestaba que fuese el preferido de otra profesora, la alta y patricia Mrs. Louise Livingston, graduada en el Mount Holyoke College, miembro de la Asociación de Hijas de la Revolución Americana, jefa del departamento de literatura inglesa, viuda y con un hijo cinco años mayor que yo. Ella cambió mi vida. Me introdujo en el mundo de la poesía: Byron, Keats, Shelley. Se convirtió en mi confesora y prestó atención a todos mis sueños, que yo no me atrevía a contar a nadie más. Me habrían expulsado del East End si alguna vez hubiese admitido que me gustaba la poesía o hubiera dicho en voz alta que quería ser un gran actor.

- Para ser un gran actor -decía Mrs. Livingston-, has de ser una gran persona. Debes cultivarte. Tienes que prepararte.

Gracias a ella, pedí los catálogos de la universidad y de la escuela de arte dramático, y ahorré hasta el último centavo para llegar allí.

Casi todos los estudiantes -yo incluido- temían a Mrs Livingston. La conocí cuando otra profesora me envió a su despacho a que tomara una medida disciplinaria porque no había entregado un informe sobre David Copperfield. Había leído el libro, pero no hice el informe. Mrs Livingston me interrogó a fondo, y se impresionó por mi comprensión y retentiva. No obstante, me bajó la nota por haberme retrasado en el informe.

Se mostraba indiferente cuando entraba en el aula. Nunca levantaba su voz bien modulada. Sólo mostraba emoción cuando leía poesía.

Dios sabe que mejor sería
Ser enterrado
En sedas y auroras fragantes,
Donde el amor palpita
En sueños beatíficos
Latido junto a latido
Aliento junto a aliento
.

Experimentaba una extraña sensación al oírle leer estos versos y la contemplaba con reverencia. Entonces compuse mi primer poema y lo recité en clase, con gran sentimiento;

LA NAVE ABANDONADA
de Izzy Demsky

Por encima de mí han ondeado muchas banderas
Pero ahora mis velas son jirones
Mi proa es blanca por los remolinos de espuma
De los muchos mares que surco.
Pero ahora nada me queda
Vivo los días del pasado
.

Mrs. Livingston me consideraba una maravilla. Me estimulaba y me hacía quedar después de clase. eso me gustaba. Llegaba tarde al trabajo, pero me encantaba estar con ella. Nos sentábamos ante su escritorio, junto a la ventana, con vista al bello paisaje otoñal, bajo la luz que precede al crepúsculo. Le chispeaban los ojos mientras leía poema tras poema conmigo a su lado:

"¡Oh, estoy enamorada del chico del conserje/Y el chico del conserje me ama!

Alargó la mano bajo el escritorio y apretó la mía cerca de su muslo. Los colores de las hojas otoñales flotaban alrededor de mi cabeza. Abrigué la esperanza de que no oyera los audibles latidos de mi corazón. Y mi mano, tocando su muslo, estaba empapada en sudor. Pensé que no debía tocar su delgado vestido de seda. Intenté apartar la mano, lentamente, pero ella la retuvo con firmeza y prosiguió, como en un ensueño:

"Y me construirá una isla verde/Una isla verde en el mar"

Me fui, tarde para el trabajo, y mientras bajaba deprisa los peldaños de la escuela cubiertos de hojas, miré hacia atrás. estaba de pie frente a la ventana, observándome. ¡Formidable! ¡Yo debía ser el chico del conserje!

No veía la hora de verla entrar en clase. Todos los días nos hablábamos con las palabras de Keats, Byron, Shelley. Aún la oigo:

Belleza es verdad, verdadera belleza...
Eso es todo lo que sabes y todo lo que
Necesitas saber en esta tierra.


Me pedía que leyera; yo lo hacía, quizá con una excesiva emotividad.

Porque tú eres todo para mí, amor
Por quien mi alma se consumía...
Una isla verde en el mar, amor,
Un manantial y un altar,
Coronados con encantadoras frutas y flores
Y todas esas flores eran mías.


Una tarde me pidió que pasara por su casa para ayudarle a corregir unas pruebas. Vivía en la que entonces me pareció una estancia amplia, en el último piso de 34 Pearl Street, una vivienda convertida en casa de huéspedes. Compartía el cuarto de baño del pasillo con otras profesoras que también vivían allí.

Esa primera noche yo estaba sentado en la cama... y me besó. Sentí los labios tan calientes que pensé que se incendiarían. Me abrazó e intentó hacer otras cosas, pero yo estaba demasiado asustado, sólo era un torpe escolar de catorce años. Repetí varias veces "no, no, no". Nunca había hecho el amor. Conocía la masturbación, claro. Eso era fácil y lo hacías solo, en una habitación a oscuras, con tus fantasías. Pero aquello era real. Mucha piel blanca, un punto inmenso, oscuro, poblado de vello. Cargado de misterios. Me palpitaba el corazón y huí de la habitación sin penetrar en ningún misterio. No era muy tarde. Las calles estaban tranquilas y, bajo la luna de la cosecha, no paré de correr hasta llegar a casa.

Me enfurecí conmigo mismo. ¿Por qué no lo había hecho? Lo deseaba. ¿Por qué me había asustado? No me sirvieron de nada todas las palabras de los grandes poetas.

Estaba seguro de que no volvería a invitarme.

Pero lo hizo muchas veces y nuestra relación perduró durante la escuela secundaria, la universidad, New York y Hollywood, aunque nos fuimos viendo cada vez menos y las cartas escasearon a medida que nos hacíamos mayores y yo viajaba a diversos países para filmar. Colaboré en sus cuidados hasta que murió. Yo era su "chico del conserje"; me dejó un libro de poemas que había escrito y publicado, en el que cada página era un momento distinto de los años de nuestra amistad y amor.


KIRK DOUGLAS, El Hijo del Trapero - Autobiografía. Barcelona, Ediciones B, 1988. Págs. 33-35.