En una de las raras ocasiones en que mi padre comió con nosotros, todos estábamos sentados alrededor de la mesa, bebiendo té en vasos, al estilo ruso. Pa sostuvo el vaso de té caliente en la mano, mordió un terrón de azúcar y se tragó el té. Estaba malhumorado, grande, fuerte, callado, haciendo caso omiso de los demás. Cuanto más lo miraba, más débil me sentía, hasta que tuve la certeza de que moriría si no hacía algo. De repente me encontré cogiendo una cuchara y llenándola con té caliente de mi vaso. David frente a Goliat. Mis hermanas me miraron, conteniendo la respiración. Cogí la cuchara con mucho cuidado y la arrojé al otro lado de la mesa, a la cara de mi padre. Pa soltó el rugido de un león, alargó la mano y me aferró, me levantó de la silla y a través de una puerta me lanzó a la habitación contigua. Aterricé en una cama. Quiero pensar que cuando me arrojó sabía que allí estaba la cama y que allí caería. Toda mi familia, incluida mi madre, estaba alelada..
Experimenté una sensación de triunfo. Me había arriesgado a morir y había salido con vida. Siempre recuerdo aquel momento como uno de los más importantes de mi vida. Si no hubiera hecho eso, me parece que me habría ahogado, probablemente, en esa masa de mujeres con las que vivía. Sé que haberle arrojado esa cucharilla de té a la cara me hizo sentir diferente a mis hermanas: un hombre. Ya no podía ignorarme. En ese instante, supe que estaba vivo. Nunca he hecho nada tan valiente en ninguna película
KIRK DOUGLAS, El Hijo del Trapero - Autobiografía. Barcelona, Ediciones B, 1988. Págs. 26-27.