Cuando pienso en París, me resulta tan romántico como un pissoir inundado, y tan seductor como un cuerpo desnudo y ahogado que flotara por el Sena. Son recuerdos azules y nítidos, como las imágenes que emergen entre los lánguidos barridos de un limpiaparabrisas. Y ya que siempre es invierno y siempre llueve, me veo a mí mismo saltando por los charcos, o bien me veo hojeando el Time en la terraza desierta del Deux Magots, ya que también es siempre una tarde de domingo en agosto. Y me veo en los hoteles, despertándome en habitaciones sin calefacción, habitaciones que se ondulan y deforman bajo la resaca de Pernod. Y me veo cruzando la ciudad y los puentes, atravesando el desierto pasillo con vitrinas que enlaza las dos entradas del hotel Ritz, me veo esperando en el bar del Ritz a que aparezca un acaudalado rostro americano, y bebiendo de gorra primero allí, después en el Boeuf sur le Toit y en la Brasserie Lipp, para sudarlo todo hasta que amanece en algún tugurio cargado de putas y negros sobones, y de humo azul de los Gauloises bleues. Y me veo despertar de nuevo en una habitación inclinada y torcida como vista en el ojo exuberante de un cadáver. Reconozco que mi vida no era la de un francés normal y corriente, pero ni los mismos franceses pueden soportar Francia. O, mejor dicho, adoran su país pero desprecian a sus compatriotas, dado que son incapaces de perdonarse unos a otros los pecados que comparten: el recelo, la tacañería, la envidia y la mezquindad en general.
TRUMAN CAPOTE, Plegarias Atendidas, Anagrama, Barcelona, 1994, 2006, pág. 44.