A los diecisiete años, ya era un escritor consumado. Si hubiera sido pianista, habría llegado el momento de mi primer concierto público. En mi caso, decidí que me encontraba dispuesto a publicar. Envié cuentos a las principales publicaciones literarias así como a las revistas nacionales que en aquellos días publicaban lo mejor de la llamada ficción "de calidad" -Story, The New Yorker, Harper's Bazaar, Mademoiselle, Harper's, Athlantic Monthly-, y en ellas aparecieron puntualmente mis relatos.TRUMAN CAPOTE, Prefacio de Música para Camaleones, Barcelona, Anagrama, 2006, págs. 8-9.
Más tarde, en 1948, publiqué una novela: Otras voces, otros ámbitos. Bien recibida por la crítica, fue un éxito de ventas y, asimismo, debido a una insólita fotografía del autor en la sobrecubierta, significó el inicio de cierta notoriedad que no ha disminuido a lo largo de todos estos años. En efecto, mucha gente atribuyó el éxito comercial de la novela a aquella fotografía. Otros la despacharon como un acierto casual: "Es sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien". ¿Sorprendente? ¡Sólo había estado escribiendo día tras día durante catorce años! No obstante, la novela fue un satisfactorio remate al primer ciclo de mi formación.
¿Y quién dijo que la obra es lo único que ha de importar al artista? Sin haber leído todavía Otras Voces, otros Ambitos, y esperando lo mejor de ella, no dejo de ver que Truman Capote entendió muy precozmente que el éxito es necesario, y que si, además de escribir bien, creas tu propio personaje, un personaje que pueda ser la comidilla de tus lectores, ascenderás rápidamente por la escalera del éxito.
Y, en verdad, ¿qué hay de malo en ello?
Y, en verdad, ¿qué hay de malo en ello?