Mientras las clases obreras europeas y los compañeros de viaje burgueses adoptaron en número prodigioso la religión del socialismo, los que estaban por encima de ellos en la escala social adoptaron una serie de credos que han demostrado ser más duraderos. Esto sucedió sobre todo en la Alemania septentrional protestante, donde el alejamiento de la clase media de las iglesias parece haberse producido muy pronto, es decir, antes de 1848, y la gente recurrió a las artes además de al comercio en busca de consuelo y sentido. El preocupado clero protestante arremetía habitualmente contra las clases medias de profesionales instruidos y contra la burguesía comercial acomodada por no cumplir con sus deberes religiosos. En otros tiempos, el cristianismo había constituido un vínculo entre las clases más altas y las más bajas, independientemente de los distintos niveles a los que se asimilasen las mismas historias. A principios del periodo moderno, la cultura humanística se hallaba reducida a la vida cortesana e influía poco en el mundo exterior. En el siglo XIX, había aumentado esto debido a la instrucción especializada de las universidades, que dividía fragmentos de conocimiento entre facultades rivales y enterraba los escritos fundamentales del espíritu humano bajo montañas de libros de segunda fila que escribían profesores de tercera (1). La historia, las ciencias naturales y la economía política desplazaron a la teología, aunque la seguiría la filosofía a su debido tiempo. A partir de la semieducación que acompañaba a la vida despreocupada de los estudiantes, se propagó una indiferencia religiosa entre la burguesía urbana, que era además tan móvil a su modo como los nuevos proletarios industriales y no estaba insertada, por tanto, durante mucho tiempo en estructuras eclesiásticas. Mientras la clase media urbana se trasladaba a vivir a los lugares que correspondían a su condición y descubría la diversidad cultural de la vida urbana moderna, el alcance intelectual de la Iglesia se reducía a un diálogo de los de ideas afines que no podían abandonar el lugar en el que habían nacido por lo modesto de sus medios. Los pastores protestantes actuaban en un círculo relativamente reducido de tenderos y burócratas de clase media baja, comprometidos con la vida parroquial, y que participaban en los consejos de la parroquia y tenían unos horizontes culturales e intelectuales muy limitados. Sin embargo, quienes ocupaban un lugar más alto en la escala social, arquitectos, médicos y abogados, tenían otras diversiones, como clubes privados y salas de lectura, asociaciones comerciales, conciertos y teatro, y no iban casi nunca a la iglesia.
Este alejamiento de la burguesía urbana de la observancia religiosa oficial no significaba, sin embargo, que careciese de religiosidad, una palabra que significó en principio la experiencia religiosa subjetiva del individuo, pero que se transformó en una piedad emotiva difusa. Esto ocurrió sobre todo donde el protestantismo liberal asumió simultáneamente actividades mundanas como el trabajo, la política, la ciencia o las artes con un sentido trascendente, cuando el protestantismo cultural intentó conciliar la fe con la cultura de la época. El cultivo del yo a través de la educación y la experiencia del arte, la literatura y la música como medios de perfeccionamiento moral y espiritual podía convertirse fácilmente en una vocación casi religiosa, con genios que representaban el apogeo casi divino de la perfección humana, como Goethe, Schiller o Beethoven, en torno a los cuales se formaban cultos. Goethe vino a decir eso cuando escribió:
"El que posee el arte y el conocimiento,
posee también la religión;
el que no posee ni una cosa ni otra,
que tenga en su lugar la religión".
MICHAEL BURLEIGH, Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus. 2005. Págs. 314-315.
NOTAS
(1) Que digo yo que si por entonces se enterraba los grandes logros de la mente bajo montañas de libros de seguda fila escritos por profesores de tercera, hoy nos hemos librado de ese mal: los profesores de quinta fila sólo se arriesgan a participar en libros colectivos de sexta fila en universidad de séptima fila. Y entre todos entierran la cultura bajo montañas de basura de papel, allanando así el camino al omnímodo dominio de las vidas de la gente por la televisión. La crisis de la cultura literaria no es más que la crisis de los culturetas ignorantes...