jueves, 12 de junio de 2008
LA MUSICA Y LA RELIGION
EL DIRECTOR Y PIANISTA GERMANO-BRITANICO CHARLES HALLÉ
La música, que ni Kant ni Hegel habían considerado la forma artística básica, pasó a tenerse por la más pura expresión de lo sublime. La música consolaba y trascendía, eso era lo que aseguraban los artistas y lo que esperaba cada vez más el público desde que se le había disciplinado para que pensase que una sala de conciertos no era primordialmente un lugar para tratos mercantiles ni un mercado matrimonial sino una iglesia: "Uno va al Conservatorio con devoción religiosa, lo mismo que el piadoso va al templo del Señor", decía un escritor francés en 1846. La música era especialmente adecuada como medio de alcanzar lo sublime, sobre todo cuando lo que se llama idealismo musical desembocó en orquestas sinfónicas interpretando un repertorio casi sacro de maestros difuntos, como Haydn, Mozart o Beethoven, en austeras salas de conciertos donde audiencias de fervorosos se esperaba que se comportasen del modo preciso, que guardasen silencio y aplaudiesen en los momentos adecuados, todo ello en agudo contraste con el torbellino social febril que eclipsaba la música en los teatros de la ópera metropolitanos de Europa.
Hector Berlioz, pero sobre todo Richard Wagner, eran compositores (y autores prolíficos) que tenían una concepción extraordinariamente elevada de la capacidad transformadora de su arte y desdeñaban tanto el comercialismo grosero (nunca incompatible con la búsqueda implacable de dinero de Wagner, cuyo mejor símbolo era Cosima arrastrando bolsas de monedas cuando no se trataba de billetes de banco) y la mediocridad del gusto del público contemporáneo al que atraían excesivamente intérpretes de relumbrón en que triunfaba la técnica sobre la sustancia. Wagner el hombre y su música brindaban la emoción de ser de vanguardia, peligrosos y un tanto subversivos, elementos esenciales en su lucha contra los filisteos incapaces de comprender. El obsesivo interés contemporáneo por las ideas odiosas sobre los judíos de Wagner, aunque en modo alguno exclusivas de él, ha eclipsado en gran medida lo que él significó en la evolución más amplia de las galerías de arte, las salas de conciertos y los teatros de la ópera hasta convertirse en templos en que el hombre moderno atisbaba lo sublime, o la influencia que ejerció en esa tradición modernista que se apoya en la evocación de mitos que hallan eco en regiones oscuras de nuestra psique. Los arrebatos místicos de los acordes inquietantes, fracturados y remolineantes de Wagner elevaban al público a un reino de mito y de emociones profundas. Parecían abrir panoramas más hondos y más humanos que los de los resecos dogmas imperantes del positivismo comteano o la ciencia darwiniana reduccionista; el medio musical a través del cual se expresaba esa piedad emotiva era intrínsecamente no susceptible a las críticas straussianas a una religión basada en textos históricos discutibles. La música podía sustituir y sustituyó a la experiencia religiosa en una maniobra doble. Los entusiastas asistían en Pascua a interpretaciones de La Pasión según san Mateo de Bach, tal vez en una sala de conciertos en vez de un entorno sacro, pero hacían después un "peregrinaje" a la experiencia de Tristán e Isolda o Parsifal de Wagner. La ópera se convirtió en un acontecimiento sacramental que transformaba a un público que llegaba como atomizado producto de una sociedad deshumanizada a una comunidad eclesial transportada en éxtasis a los reinos sagrados por el drama musical que evocaba los ritos de algún mito captado a medias. El arte de Wagner proporcionaba una experiencia religiosa a los que ya no podían creer en Dios, en la que el sentido sacro emanaba de la propia música, y que describía el ideal de la redención de este mundo a través de los sacrificios de los personajes. El arte había sustituido a la religión porque daba un significado más excelso a un mundo crecientemente desencantado, otorgando temporalmente, de un modo efectista y conmovedor, finalidad y propósito a encarnaciones míticas del yo humano para un público demasiado consciente del caso ambiental y el absurdo de la impiedad.
Wagner se consideraba un mesías cultural cuyo "don sagrado" purificaría y transformaría no sólo al público de la ópera sino a la sociedad en su conjunto. Su esposa Cosima fomentó la atmósfera de culto que rodeaba al irascible "Maestro". El culto se propagó con instrumentos como las asociaciones nacionales de abonados creadas para financiar su festival de Bayreuth. Según Wagner, el arte preservaba un núcleo de experiencia religiosa, para la que las Iglesias y su parafernalia habían pasado a ser irrelevantes; como él mismo escribió, la música aportaba "la esencia de la religión liberada de todas las ficciones dogmáticas", dando a la sociedad moderna un alma y "una religión nueva", además de una nueva tarea al propio arte.
Mucho de esto debe parecer especulativo. Una mirada rápida a lugares como el Birmingham, el Leeds y el Manchester de finales del siglo XIX, lugares desconsideradamente identificados con el filisteísmo duro y realista, pueden contradecir esta última impresión. Las tres ciudades tenían salas de conciertos o festivales musicales a los que asistían los notables urbanos, que debían brillar y resplandecer sin duda alguna en medio de las lujosas butacas y la suave iluminación de gas. El comportamiento y los atuendos se atenían a un código informal, con las oportunidades de aplaudir rigurosamente circunscritas. Las murmuraciones y la sociabilidad fueron dejándose progresivamente fuera, o las silenciaron dentro con un "¡Chsss!" insistente públicos que estaban siendo adiestrados a pensar que la música no tenía más función que la estética por, entre otros, los críticos musicales profesionales que pasaron a figurar en los periódicos de provincias. El director famoso fue convirtiéndose en un personaje casi dictatorial, mientras que el repertorio fue reduciéndose correspondientemente y haciéndose más exigente, incluyendo a Wagner en la década de 1870 y a Grieg y a Dvorak diez años más tarde. Al mismo tiempo, fueron atribuyendo virtudes al poder de la música públicos a los que se denominaba cada vez más "apóstoles" de ella o "iniciados en el arte divino", calificativos ambos que indican hasta qué punto había conseguido la música independizarse de la religión mientras desempeñaba, en una especie de forma noerromántica, muchas de sus funciones colectivas e individuales. Como decía el propio Charles Hallé: "El arte que profeso ha sido para mí una especie de religión. Tiene sin la menor duda influencias que van más allá que las de cualquier otro arte".
MICHAEL BURLEIGH, Poder Terrenal - Religión y Política en Europa (De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial). Santillana. Taurus. 2005. Págs. 315-317.