domingo, 19 de septiembre de 2010

UN AMOR COMO TANTOS OTROS

A mis ojos no era más que un chiquillo asustado. Ahí afuera, en ese mundo que él decía conocer tan bien, podía ser un gran tipo, un hombre de verdad. Pero una mujer sabe lo que eso significa.

Le conocí en una fiesta. Me llamó la atención enseguida. Era guapo, y callado. Parecía ser dueño de un secreto importante. ¡Cómo miraba, entonces!

Peleé por él. Y vencí. Mi victoria consistió en mi rendición. El sentía que debía protegerme. Pero yo no necesitaba eso. Tan sólo quería su amor.

Había un pasado. Siempre lo hay. Decidimos suprimirlo, vivir como si no existiera. Sé que no fue un error. Y aún así lo fue.

Era fuerte y débil, como un hombre. Eso era. Un hombre. Nada más. Bueno, algo más: era mi hombre.

Nos amamos, por un tiempo. Luego vinieron el egoísmo y la molicie, el aburrimiento y el desamor. Yo me alejé. Huí. El no tenía nada más y me esperó, por un tiempo. Luego dejó de hacerlo. Yo no se lo reproché.

Pasaron algunos años. No muchos, de todos modos. El estuvo viviendo con ésta, con aquella otra. Nunca duraban lo suficiente. Yo tampoco se lo reproché. Al fin y al cabo, era libre. Yo lo liberé de mi amor, y el quiso usar esa libertad. Yo también quise, pero no supe, o no pude.

Tiempo después volvimos a encontrarnos, en una fiesta. El seguía igual de callado, su mirada, igual de intensa. Una rubia imponente lo acompañaba. Hizo todo lo posible por mostrar a todo el mundo la correa con la que lo ataba. Yo me reí, porque lo sabía libre.

Esa noche nos amamos una vez más. Sin rencores. Sin esperanzas ni buenos propósitos. Nos amamos porque así lo quisimos, y luego nos dijimos adiós, hasta la vista. El no me esperaría, ni yo a él.

A partir de entonces fue más mío que nunca. Yo seguía su brillante carrera en los periódicos. Comenzó a ascender hasta convertirse en un astro, esplendente y magnífico. Todo me lo debía a mí. Yo jamás le pedí cuentas. El nunca quiso rendírmelas.

Vivió lo mejor de la vida en un corto período. El tiempo de la felicidad siempre es corto. Luego, el pasado se interpuso. Lo habíamos suprimido, él y yo juntos, por un tiempo. No para siempre.

Fue detenido. Lo perdió todo. No importa si fue justo. Probablemente no lo fue. El quería terminar con todo. Había ascendido mucho y esperaba ya el terrible momento de la caída. Cuando llegó, sintió alivio. Fuerte y débil, como un hombre.

Yo lo abandoné todo y le seguí. Entonces él me dio la libertad. Pude elegir. Elegí quedarme con él. El no lo comprendió. No me importó. Quizá debió importarme.

Intentó quitarse la vida en la cárcel. Hizo huelga de hambre. Se metió en todas las peleas. Participó en todos los chanchullos. Corrompió a quien hizo falta. Salió por la tele. Volvió a brillar, ahora con un brillo oscuro. Yo me mantuve a su lado. Al hacerlo, fui cambiando. Me hice vieja, y fea, y gorda. No me importaba. Tenía nuestro amor. El siguió lo mismo. Comenzó incluso a cuidarse. Cuando le visitaba, parecía diez años mayor que él. El me pasaba en cinco.

Salió libre. No quise saber más de lo imprescindible. No tan sólo el pasado, ahora también el presente debía ser suprimido. Todo lo que no fuera él, su silencio y su intenso mirar, carecía de significado para mí. Yo fui libre de amarle o no amarle. Elegí amarle.

Las rubias despampanantes tienen pocas virtudes reseñables. Salvo una: siempre hay alguna disponible. El encontró la suya, pronto. A mí no me importó. Cuando se ama, no se tiene en cuenta ciertas pequeñeces. A él, sí. Primero fue el arrepentimiento por su inconstancia. Amargas lágrimas, que yo no necesitaba. Quiso primero, exigió después mi perdón. Yo no se lo otorgué. Ya dije que no me importaba.

Luego llegó la hora de la altanería. No entendió que no estuviese enojada, ni dolida. No pudo soportar mi compasión. Quiso ser conmigo lo que nunca había sido. Ningún hombre lo consigue del todo. El, menos que ningún otro.

A la rubia despampanante siguió otra, y luego otra, y otra. Me resultaba curiosa esta fijación suya con las rubias. Un día, apareció una mujer de pelo castaño. Mi curiosidad cambió de matiz.

Mi casa. Mis flores. Mis amigos. Y él. Eso era todo mi mundo. De todo aquello, él era siempre la novedad. Un nuevo negocio. Un nuevo cargo. Una amante nueva. El traía el frescor y la aventura a mi monotonía. Yo le amaba por eso. También, porque seguía siendo tan guapo, y tan callado, y su mirada tan intensa.

La mujer de pelo castaño no era como las anteriores. No era rubia. Ni despampanante. Ni tan joven. Su mirada era inteligente. Decidida. Su vida no era puramente sexual. Leía. Sabía cosas. Sobre todo, quería cosas. Tenía objetivos. Metas. No le había conquistado para nada. Le daría lo que ninguna antes le había dado. A cambio, obtendría de él lo que ninguna antes había tenido.

El divorcio fue rápido. Indoloro. Yo sólo quería la casa. No necesitaba dinero. Me defendí siempre bien en ese aspecto. El esperó de nuevo el reproche. Yo no tenía nada que reprocharle. Siempre le amé tal y como era. Nunca me había engañado sobre ese particular.

No quedé sola. Siempre tuve mi propia vida. Mi casa. Mis flores. Mis amigos. Tan sólo él faltaba. Con él, el frescor, la novedad, la aventura. Esas emociones, tan queridas, desaparecieron de mi alma para siempre.

F I N