Dieciocho horas del día de ayer. En el Parque de San Telmo, cuatro y el del tambor reivindican la homologación salarial de los profesores de enseñanza secuendaria. Penoso espectáculo de una manifestación reivindicativa que apenas si consigue congregar a mil personas. Allí estaban las banderas rojas, las pancartas blancas, y los manifestantes, creando un embotellamiento de tráfico enorme y circulando por lo demás entre la indiferencia general.
Eso es lo que yo veía desde el parque, que atravesaba en aquel momento para dirigirme a la zona comercial de Triana. Estaba sumido en estas sombrías reflexiones, atribulado por el calamitoso estado de la enseñanza en mi país, indignado por la grosera manipulación política y sindical que se hace de esta que debería ser una de las columnas centrales de nuestra forma de vida, cuando una escena de muy distinta naturaleza me devolvió la sonrisa y el optimismo.
Una joven de apenas veinte años caminaba en mi dirección. Sentados o, mejor dicho, encaramados a uno de los bancos de piedra del parque, cuatro o cinco gaznápiros en edad de merecer la miraban embobados. La verdad es que la chica tenía una luz especial en su rostro que la embellecía. De pronto, uno de los cavernícolas grita en apasionada exclamación:
¡¡¡Preciooooosa!!!
¡¡¡Por ti me manifestaba yo!!!
¡¡¡Por ti me manifestaba yo!!!
¡¡¡Por ti me manifestaba yo!!!
No he visto un rostro de mujer más pleno de felicidad en mucho tiempo. Y no sabía que aún quedaran entre nuestros mozos reservas de romanticismo suficiente como para decirle a una mujer justo eso que su corazón espera, y hacer que esa noche, en la intimidad de su cama, sueñe con príncipes azules, con galanes de película, con que el corazón del hombre aún alberga amor.